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El Eternauta - Capítulo 1: Análisis sonoro de un mundo que se apaga

  • Foto del escritor: lautaro Dichio
    lautaro Dichio
  • 13 may
  • 9 Min. de lectura

Actualizado: 14 may


Vamos a hacer algo un poco distinto a lo que veníamos trabajando en las entradas anteriores. Nos vamos a alejar —momentáneamente— de los videojuegos, las herramientas y los espacios interactivos para centrarnos en una serie. Pero no cualquier serie. Vamos a hablar de El Eternauta.


Y lo vamos a hacer desde el sonido. Porque cuando era chico, esta historia me impactó no solo por lo que contaba, sino por cómo sonaba. No recuerdo tanto los diálogos como esa sensación de silencio denso, de peligro invisible, de un mundo que se apagaba. Quizás por eso me marcó tanto.


Este análisis no va a centrarse en la fidelidad con la historieta, ni en el debate estético o narrativo. Lo que me interesa es cómo el diseño sonoro construye un mundo antes de que el mundo se derrumbe. Cómo, a través del oído, se nos anticipa el quiebre, el trauma y el duelo. Y cómo la música, los ruidos y hasta el silencio terminan diciendo lo que las palabras no pueden.



Un mundo lleno de sonidos


El capítulo comienza con una Buenos Aires en pleno funcionamiento. Pero no es una ciudad genérica ni idealizada: es un entorno reconocible, sonoramente situado. Lo primero que aparece es el ruido. Tránsito constante, manifestantes, voces a lo lejos, ladridos de perros, sirenas que irrumpen. Todo vibra como una coreografía urbana donde los sonidos construyen una atmósfera familiar.


El detalle de los manifestantes no es menor. No son una excepción ni un evento extraordinario: forman parte del paisaje habitual de la ciudad. En particular, en el Área Metropolitana de Buenos Aires, los cortes de calle, los cantos, los bombos y las concentraciones son parte del sonido cotidiano. Los personajes perciben ese caos al llegar al chalet, lo registran con naturalidad y conviven con él. Su inclusión en el paisaje sonoro inicial aporta verosimilitud y ancla la narración en una realidad social reconocible. El caos sonoro de la ciudad no es ficción: es la base sobre la cual se construirá el silencio. 




Más adelante, cuando Salvo y Ana salen a tirar unas viejas guías telefónicas, el entorno sonoro cobra fuerza. Es verano, hace calor, y la ciudad está viva. Hay movimiento, hay voces, hay autos. Pero lo que empieza como un plano sonoro colectivo, poco a poco se tensa. La música que acompaña la escena —en principio extradiegética— se revela como parte del mundo: la escucha proviene de un vinilo que gira dentro de la casa. Ese pasaje de lo extradiegético a lo diegético no es solo una decisión estética: es un punto de anclaje. La música y el entorno sonoro se entrelazan en un momento cotidiano que, sin saberlo, está por desaparecer.



En este fragmento, el entorno no es solo decorado: está vivo. Personas cruzan la calle, se oyen insectos, perros que ladran sin pausa. El caos no es dramático, pero es total. Todo se mueve. Todo suena. Y la sensación es que, en cualquier momento, algo va a quebrarse.

La tensión se acumula por capas. Y lo que marca la inminencia de ese corte no es el guión, ni el plano: es el sonido. Esa acumulación de ruidos cotidianos funciona como una advertencia.


En medio de esa construcción, aparece una escena breve pero cargada de ambigüedad: Ana, la esposa de Favalli, se encuentra sola, en el interior, sentada frente a una computadora. Parece estar componiendo música, o quizás meditando, pero nunca queda del todo claro. Lo que importa es la percepción: mientras vemos su rostro concentrado, seguimos escuchando el caos exterior.


Esa simultaneidad genera un efecto particular. La música suave que se insinúa desde dentro contrasta con el sonido urbano de fondo. Pero no se mezclan del todo. En vez de invitarnos a entrar en el estado mental de Ana, la escena nos deja afuera. No hay una fusión empática: hay distancia. Y esa distancia refuerza el rol del espectador: no estamos compartiendo la experiencia, la estamos observando. El sonido no acompaña al personaje, acompaña nuestra percepción de ella, y marca la frontera entre lo íntimo y lo social, lo emocional y lo narrativo. Todo sugiere que algo se está gestando: aún no ocurre, pero ya se anuncia desde el oído.


El truco y la flor: una pausa antes del abismo



Antes del quiebre, una escena marca el último momento de calma colectiva: el truco. La mesa, el vino, los amigos, el gesto casi ritual. Allí, Omar lanza una pregunta que suena extraña en el presente: "¿Juegan con flor?". Hoy, en Buenos Aires, jugar con flor no es común; se asocia a una forma de juego torpe, desactualizada, desconectada del ritmo real de lo que sucede. Esa desconexión lo muestra como alguien entrañable, pero un poco despistado, que no está leyendo la tensión del momento. Es un guiño generacional, y una forma de construir tensión desde lo cultural.


Este detalle remite a la historieta original, donde Juan Salvo sí juega con flor. A diferencia de la serie, allí no hay subtexto irónico ni desconexión cultural, lo que marca una diferencia temporal y de sensibilidad entre ambas versiones. En la serie, esa tensión se reconfigura. La música sigue sonando. El clima sigue siendo distendido, pero el espectador ya sabe más de lo que los personajes pueden sospechar.


La decisión de incluir esta escena de truco justo antes del colapso sonoro no es menor. Es una forma de detener el tiempo, de mostrar una calma impostada. Como si el sonido estuviera sostenido por última vez por la costumbre. Una escena donde lo que se escucha no es solo lo que suena, sino lo que está a punto de dejar de sonar.


El quiebre: cuando el mundo se detiene


Y de pronto: se detiene. El corte no es total ni inmediato, pero se siente. La luz se apaga. El sonido de la ciudad, que hasta ese momento llenaba el espacio, se interrumpe con un golpe seco. Como si el sistema —la lógica del mundo cotidiano— dejara de responder.

Ese quiebre no llega solo. Está acompañado por varios estruendos. Golpes graves, metálicos, que no se explican del todo pero marcan un cambio de plano: algo se rompió. En ese instante, el entorno deja de funcionar como siempre. Se abre paso una nueva lógica sonora.

El silencio no aparece de inmediato, pero empieza a tomar protagonismo. A partir de este momento, la música cambia de función. Ya no proviene de vinilos o radios dentro del mundo narrativo. Ahora, la mayoría de las veces, es extradiegética: aparece para subrayar lo emocional, para sostener el suspenso, para marcar una distancia entre lo que vemos y lo que sentimos. La música ya no forma parte del día a día: viene desde afuera, como si acompañara el duelo del mundo que acaba de apagarse.



El sonido deja de estar lleno de gente, de movimiento, de ciudad. Lo que queda es otra cosa. Una especie de espera. Un mundo que ya no suena como el de antes.

Y en esa espera, incluso los sonidos más cotidianos adquieren nuevos significados. El viento, que antes simplemente formaba parte del fondo urbano, ahora se vuelve un presagio. Va y viene, se filtra por rendijas, se instala en el oído como amenaza. El silencio, que antes nunca existía por completo, ahora se impone de a ratos. Es un silencio tenso, que no consuela. Un silencio que acompaña a la muerte, o al menos a la posibilidad de ella.

El diseño sonoro trabaja con esa resignificación: no hay que inventar sonidos nuevos, sino escuchar de otra manera los que ya estaban. Lo familiar se vuelve inquietante. Lo que era parte del día a día ahora es señal de que algo anda mal. La ciudad calla, y lo poco que queda se transforma en aviso.


Cambios de época y el rol de lo femenino


Uno de los gestos más significativos que introduce la serie es el desplazamiento de roles en relación al género. Mientras que en la historieta original la esposa y la hija de Juan Salvo tienen una presencia marginal y casi sin participación activa en la trama, la serie actual reconfigura esa lógica. Un ejemplo claro es la escena en la que alguien dice por primera vez "que no abran la puerta": en la historieta es un personaje masculino quien advierte, pero en la serie es Ana quien interviene con firmeza.

Este pequeño gesto marca un cambio de época. La voz de la mujer ya no es secundaria ni decorativa: está incorporada al centro de la acción, al núcleo de la toma de decisiones. Ana no solo observa, también actúa, piensa, propone. Y su vínculo con el sonido no es casual. En varios momentos se la asocia con lo sonoro, con la música, con la escucha atenta. La serie no solo le da lugar, sino que lo hace desde el lenguaje que organiza su estructura: el sonido.


Cierre del análisis: un mundo sonoro resignificado


Lo que propone la serie en este primer capítulo no es simplemente una ambientación sonora eficaz, sino una reorganización profunda del vínculo entre escucha y narrativa. El diseño sonoro no acompaña la historia: la construye. La experiencia auditiva del espectador no es secundaria, sino que se vuelve un elemento central para interpretar lo que ocurre.

El capítulo puede pensarse claramente dividido en dos partes. Una primera, anterior a la nevada, donde el mundo sonoro se construye por capas superpuestas: tránsito, voces, insectos, música diegética. Todo se suma, a veces con un espesor que roza lo excesivo. Esa densidad sonora genera un crescendo que prepara el quiebre. La segunda parte, posterior a la caída de la nevada, se rige por otra lógica: dominan la música extradiegética, los silencios, y la resignificación de sonidos cotidianos que ahora remiten a peligro, amenaza o muerte. Es un mundo sonoro transformado.


La progresiva desaparición del ruido urbano, la pérdida de referencias sonoras cotidianas y la irrupción de nuevos sonidos abstractos o amenazantes funcionan como síntoma del colapso. Y esa transformación del paisaje sonoro es también una transformación del mundo. Así, el sonido cumple una doble función: actúa como indicador diegético de lo que sucede en la trama y como metáfora perceptiva del duelo, la pérdida, la ruptura del orden.

En ese sentido, el análisis de este episodio permite observar cómo el sonido no es decorativo ni ilustrativo: es narrativo. Es estructura. Es tiempo. Es ideología. Y en El Eternauta, como en toda gran ficción sonora, el mundo se construye —y se quiebra— desde el oído.


Epílogo sonoro: escuchar el presente a través de la ficción



La construcción sonora del primer capítulo de El Eternauta no solo redefine la narrativa original, sino que también dialoga con nuestro presente. La ciudad sonora que se apaga, la tensión que crece en los márgenes del cotidiano, el lugar activo de lo femenino en la percepción del peligro: todo remite a experiencias colectivas que exceden lo ficcional.

La elección de situar el conflicto desde lo auditivo es política. En un mundo saturado de imágenes, el silencio y el sonido adquieren un nuevo poder. Hacer sonar una ciudad, y luego callarla, es una forma de narrar el trauma desde lo sensorial. Es una decisión estética, pero también ética. Porque lo que se escucha —o lo que se deja de escuchar— también define qué vidas importan, qué miedos se legitiman, qué cuerpos tienen voz.


En esta reescritura del clásico, el diseño sonoro opera como una forma de memoria. No solo recuerda el pasado —la historieta, los miedos de otra época—, sino que interpreta el presente. El quiebre sonoro de El Eternauta no es solo una catástrofe de ciencia ficción: es una metáfora de nuestras propias interrupciones. Lo vimos, por ejemplo, durante la pandemia: calles vacías, mascarillas, un peligro invisible, cambios abruptos en el paisaje sonoro de la ciudad. Una crisis de la cual pueden encontrarse muchos paralelismos. La ciudad que se calla también narra algo que no entendemos del todo.


Así, la serie nos invita no solo a mirar una historia conocida con otros ojos, sino a escucharla con otros oídos. Y en esa escucha, a repensar nuestro lugar como espectadores, como ciudadanos, como cuerpos en un espacio común. Porque en El Eternauta, el sonido no es solo fondo: es frontera, es señal, es lenguaje de lo que no se dice. Y, sobre todo, es la forma más nítida de advertirnos que el mundo, tal como lo conocíamos, ya empezó a cambiar.


Cierre: una música que se vuelve híbrida y nos traduce el mundo


A medida que el episodio avanza hacia su clímax y el mundo urbano deja de sonar, la música cobra un nuevo protagonismo. El silencio empieza a imponerse y los efectos sonoros desaparecen casi por completo. En ese espacio vacío, la música no solo sostiene el tono emocional, sino que comienza a condensar múltiples funciones a la vez.


Ya no es solo acompañamiento extradiegético: se vuelve guía narrativa, puente emocional, marca de época, expresión del personaje, atmósfera y comentario. En otras palabras, se transforma en un híbrido sonoro.


Por un lado, es un híbrido con la voz: toma el lugar de lo que no se dice, de lo que no puede decirse, y nos permite empatizar con lo que siente Juan Salvo en ese momento, traduciendo su experiencia sin necesidad de palabras.


También funciona como un híbrido con el ambiente: ante un paisaje sonoro casi extinto, la música toma el lugar del entorno, nos sitúa emocional y temporalmente, y señala el antes y el después. Si la ciudad se calla, la música ocupa su espacio.


Finalmente, se funde con la función de los efectos de sonido: da feedback sobre lo que ocurre en escena, resalta lo que ya no puede narrarse con ruidos concretos, y define el tono general del mundo en ruinas.


Esta convergencia de funciones recuerda el concepto de híbrido ambiente-foley que venimos trabajando en entradas anteriores del blog. Pero acá, ese híbrido se expande: la música se mezcla con todo lo demás y se convierte en el dispositivo sonoro central de la narración.


¿Te gustaría que analicemos más capítulos?


Este fue un análisis del primer episodio. Pero quizás te interese que más adelante exploremos otros capítulos —de forma más breve o comparativa— para seguir desarmando esta potente serie desde el oído.


Podés dejar tu comentario, sugerencia o idea para las próximas publicaciones. Todo se escucha.


 
 
 

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